Siendo una niña la chispa encendió y encontré mi primera vocación, que pasaría conmigo el resto de mi vida: el flamenco.
No sé bien quién eligió a quien, pero fue mágico y hoy, la danza es mi burbujita, el lugar donde el mundo desaparece y me siento libre totalmente; cuento lo que quiero, digo lo que siento; me transporta, me llena, lo haga yo o lo hagan otros. Me eleva el alma.
Y este camino me dejó miles de situaciones, valores, maestros y espectadores… Personas que hicieron y hacen que después de tantos años siga con la misma ilusión de bailar, y las mismas ganas de compartir este arte, el mismo entusiasmo por subir al escenario.
El momento de subirme al escenario no quisiera cambiarlo nunca por nada. Es una explosión del propio ser, pero compartida. Un compartir del ser. Me desnudo de todo concepto y me visto de mí misma. Y se abre un canal del que no soy consciente ni capaz de controlar, y me mueve una energía inexplicable que me conecta con los otros; me emociona y emociona.
Hoy, después de 27 años, entre responsabilidades laborales y familiares, parece más difícil reencontrar mi bailaora inquieta y activa, pero descubro una nueva forma de disfrutar del baile; un momento en casa con mi hija bailando; da igual como lo haga. Vuelvo a ser la niña que bailaba por bailar. Sin más, mucho más segura y con ganas de disfrutar.